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viernes, 20 de febrero de 2009

RELATO DE UNA AVENTURA


Oct
02
2007


Es sábado y no tengo planes. Estoy tirado como una cáscara de plátano en un sofá de mi casa, viendo televisión. Hago zapping de un canal a otro, sin estacionarme en ningún programa. De Cinecanal paso a Frecuencia Latina. De E Enterteinment a Canal N. De Fox Sports a Plus TV. Nadie me llama por teléfono. Todos los amigos con los que me provocaría salir o están casados o están con enamorada o están en inminente proceso de tenerla. Por eso ni les timbro. No quiero interferir en sus planes, ni acoplarme a ellos para terminar haciendo el típico papelón de violinista. Ya más de una vez he salido en grupo, con cuatro o cinco parejas. Es divertido si vamos a comer y tomar algo, y el hecho de estar solo pasa completamente desapercibido. Pero es tétrico cuando proponen ir a bailar y una vez en la discoteca ves que tus amigos -en un gesto de tierna y silenciosa solidaridad- se van turnando para no dejarte solo. Es peor cuando sus novias se hacen las lindas y consideradas y te sacan a bailar para que tú, el único soltero del clan, también te diviertas, como si fueras un lisiado al que hay que tratar de hacer sentir normal. Y es más penoso aún cuando todos quieren bailar una canción de moda, y para no abandonarte al borde de la barra, te arrastran a la pista, hacen un círculo alrededor de ti y te empujan adentro, creyendo que así te hacen un favor.

Aún repantingado en el sillón, mirando la tele sin mirarla, cojo el celular y empiezo a revisar mi agenda de contactos para ver a quién llamar. Uno a uno, repaso los nombres de hombres y mujeres, imaginando velozmente sus rostros. Por un rato me detengo en el nombre de S, una chica linda de la que no sé nada hace tiempo. Hace cinco meses, más o menos. Qué será de su vida, pienso. Quizá le provoque salir. Vacilo entre llamarla o no. Al final, opto por mandarle un mensaje de texto. Hola, S, qué haciendo. ¿Vamos a tomar algo? Presiono el botón 'enviar'. Un minuto después llega su increíble y deprimente respuesta. ¿Quién eres? Plop. La maldita me ha borrado de su agenda
.
Ya son las 12 y no hay señales de nadie. Creo que lo mejor será salir solo. No estaría mal; además, no sería la primera vez. Conozco las ventajas y riesgos de ir a sentarme solo a un bar, tomar un trago y esperar confiado a que la noche y el azar conspiren a mi favor. Mientras me cambio y me abrocho la camisa sigo mirando la tele. En The Film Zone están dando una película medio erótica. Hay una pareja que se ha escondido en un almacén para hacer el amor. No puedo evitar fijarme en la escena. Tengo la camisa a medio abotonar y la mirada clavada en las 22 pulgadas de mi monitor Sony. Descubro que la secuencia del almacén me ha excitado un tanto. El sujeto tiene una performance inverosímil y la mujer delira y gime extenuada. Inmediatamente, pienso en la última relación sexual que tuve y me apeno cuando -hechas las sumas y restas- compruebo que hace tres meses que no la veo (o como diría mi amigo Gerardo Carvallo, en un juego de palabras tan críptico como genial: hace meses que no voy a Tarma).

Me termino de cambiar, la película acaba, subo al auto y manejo reflexionando en lo complicado que es para un soltero de treinta años, que no tiene pareja ni vive solo, mantener una vida sexual estándar y saludable. Atravieso toda la Avenida Benavides pensando en la limitada gama de opciones que le quedan a alguien como yo para calmar sus angustias más instintivas: una salida, digamos la más digna, es el sexo ocasional con alguna chica liberal que consienta y practique la moderna figura de las sesiones amatorias al paso. La segunda, la más desesperada, es apelar al mercado comercial: visitar un night club y propiciar una transacción con alguna de las odaliscas que allí se ofrecen a cambio de un puñado de billetes. La tercera, la menos triunfal, es hacer acopio de tus viejas mañas adolescentes, esconderte en el baño y abandonarte al ejercicio furtivo del onanismo (o como diría mi amigo Gerardo Carvallo, visitar Pajatén).

Llego a un bar/discoteca de Barranco y me parapeto en la barra para divisar desde ahí el movimiento de las masas. Recibo un mensaje de texto de uno de mis amigos casados: estamos en la casa de Fabiola, ven. Me intriga saber a quiénes se refiere cuando dice 'estamos'. Se lo pregunto y en su respuesta menciona a un nutrido grupo de parejitas. Paso. No le respondo. Supongo que, como buen amigo que es, sabrá interpretar mi silencio.
De pronto me encuentro con un amigo y su chica. Se les ve muy bien. Se les ve enamorados. A él más que a ella. Mientras hablo con los dos sobre cualquier cosa, los envidio. Se despiden afectuosamente. Los veo irse y reviso el reloj: son apenas las 2 de la madrugada, no es difícil imaginar a dónde van. Los vuelvo a envidiar.

Cuando ya he agotado mis expectativas, una chica, a unos dos metros de donde estoy, me clava una mirada que no puedo amagar. Le sonrío con timidez y le hago salud a la distancia. Pienso: soy un tarado, me debo haber visto como un baboso haciéndole salud. Ella se ríe, me devuelve el gesto y bebe el último trago de lo que a la distancia parece ser un vodka tonic. No es muy bonita, pero tiene la sonrisa más linda de todo el local. Me acerco y le pregunto si quiere otro trago.
Mientras le hablo la veo más bonita que hace unos minutos. Me dice que no, que ya se está yendo. Le digo que qué pena, que para otra vez será. Me vuelve a decir que no, que imposible, porque en dos días parte a Barcelona a estudiar un Máster en Artes Plásticas. La felicito (aunque en silencio lamento la noticia). O sea que esta es tu última noche en Lima, le suelto, tratando de decir algo medianamente provocador. Sí, me responde, austera. Y por qué te vas tan temprano, la reto, lanzando un evidente manotazo de ahogado. ¿Se te ocurre algo mejor?, me pregunta y me clava otra vez esa mirada indescifrable. Bingo, pienso. Este el momento de la película en que uno tiene decir algo ingenioso, algo inteligente, lo suficientemente gracioso para que ella se ría y la noche se prolongue. Es mi última oportunidad, mi última carta. Si vuelvo a decir algo mongo, pierdo.

Se me ocurre irnos, comprar un vodka y pasar la noche juntos. No he terminado de decir la frase y ya me estoy arrepintiendo de haberla empezado. Soy una bestia. Va a pensar que soy un troglodita sexual y me va a mandar al cacho. Tan fácil que era decirle, no sé, vamos a bailar o te jalo a tu casa o lo que sea. Me preparo para escuchar un Vete al diablo o un Arranca, estúpido. Pero ella no dice nada. Es más, increíblemente pareciera que lo estuviese evaluando. ¡Sí!, lo está pensando. Hay un signo de vida latiendo en el electrocardiograma. No todo está perdido.
Ya pues, vamos, dice. Yo no lo puedo creer.

Le pregunto si ha venido sola. Me dice que llegó con dos amigas que están bailando hace rato y que le da flojera despedirse de ellas. Pero no las vas a volver a ver en un buen tiempo, le advierto. Mañana vamos a almorzar juntas así que no te preocupes ¿o prefieres que me quede con ellas?, me fastidia. Yo me río y no puedo evitar sentirme torpe por haber puesto en riesgo este sorpresivo plan cuyo desenlace ignoro.
Me dice Me llamo Mara. Le digo Yo soy Renato.
Vamos a mi depa ¿no?, me sugiere. Y yo -que ya estaba haciendo cuentas mentales entre lo que me costaría el vodka y el telo- apruebo la idea con la cabeza y sonrío por dentro.
Salimos del lugar, caminamos hacia al auto, manejo, compramos el vodka en un grifo, estaciono frente al edificio, entramos al depa. Una vez dentro, al tiempo que se quita la casaca, me cuenta que el departamento lo comparte con una amiga -una de las que se quedó bailando-, pero se apura en explicarme que cada una tiene su propio cuarto. Sé que me lo dice para que esté tranquilo, y no piense -como efectivamente ya estaba pensado- que habría complicaciones en nuestro tácito pacto de pasar la noche juntos.

Yo invado la cocina para servir los vodkas y ella pone Para que no se duerman mis sentidos, un disco magnífico de Manolo García, el ex vocalista del Ultimo de la Fila. Le comento en voz alta, desde la cocina, que ese disco es espectacular. Nos sentamos en un sofá y hablamos de tonteras. A los diez minutos ella toma la iniciativa y me empieza a besar. Yo trato de darle pausas al beso (siempre traicionado por la cojudez sentimental), pero ella se muestra incisiva, como apurada. Es lógico, pienso: está claro que no le interesa conocerme más allá de esta noche. Para qué perder el tiempo en crear una atmósfera cálida. Esas son -como diría mi amigo Gerardo Carvallo- huevadas.
Lo que me gusta es que todo va pasando de un modo tan natural que, mientras ocurre, hasta tengo tiempo de asombrarme por estar viviendo un episodio así de extraño y perfecto.
Mara se pone de pie, me obliga a seguirla, me jala al cuarto y, mientras cierra la puerta, mientras apaga la luz y prende una lámpara, mientras le abro la blusa con recato y ternura, mientras me desabrocha la camisa (la misma camisa que yo me abroché horas antes, viendo la escena del sexo en el almacén, pensando que esta noche sería una mierda), mientras me tumba en la cama, mientras nos desnudamos por completo, mientras busco el condón que disimuladamente escondí en el bolsillo del pantalón mientras bajábamos del carro, mientras nos cubrimos con la sabana porque hace frío, mientras beso su ombligo, mientras muerde mi oreja, mientras hacemos el amor, mientras terminamos, mientras nos quedamos abrazados, mientras todo eso va pasando, pienso en lo útil que resulta ser honesto y decir lo que piensas, lo que te provoca, sin autocensuras.

Creo que si todos nos reprimiéramos menos y fuésemos más transparentes y directos, nos haríamos menos daño y la pasaríamos mejor. Claro, Mara se va a Barcelona y quizá hoy quiso tener su última aventura conmigo. Pero nada habría ocurrido si yo no hubiera hecho esa propuesta que, en su momento, me pareció demasiado kamikaze.
Cuando me despierto son las 9 de la mañana. Todavía sin cambiarse me dice Tengo que ir a comprar unas cosas para el viaje. Nos vestimos rápidamente. Recojo mis llaves. Salimos tratando de no hacer ruido para no despertar a su amiga. Bajamos por el ascensor. Yo hago una broma sobre la posibilidad de que se vaya la luz y el ascensor se detenga para siempre con nosotros adentro. Ella se ríe. Es linda su sonrisa, creo que ya lo dije. Me acompaña al carro. Me da un beso en la boca y me dice Cierra los ojos. Cuando me pide que los abra ella tiene el disco de Manolo García entre las manos. Quédatelo, es mi regalo. Yo la abrazo, le doy las gracias y me quedo con las ganas de decir algo genial. Siempre me quedo con las ganas de decir algo genial. Le propongo jalarla, pero me dice que no hace falta. Ya vete, oye, tu mamá te va a castigar, me fastidia, y yo me siento ridículo y en silencio lamento haberle confesado que aún vivo con mi madre.

Enciendo el auto y arranco. Mientras me despido con ella sacando la mano por la ventana solo pienso en una cosa: esto lo tengo que escribir.

Por Renato Cisneros http://blogs.elcomercio.com.pe/busconovia/2007/10/

1 comentario:

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